Compases que mueven el mundo
El amor, al igual
que el mundo, existe para llegar a un libro, eso parece decirnos François Truffaut en L’homme qui amait les femmes, siguiendo a Mallarmé. Aún recuerdo ese
fantástico tour de force entre
Truffaut y Hitchcock en el que, entre las más diversas lecciones de cine, parecía
deslizarse un
antagonismo oculto: el de Truffaut, el hombre que amaba a las mujeres, contra
Hitchcock, el hombre que se ensañaba con ellas. Dos patologías
discordantes, sólo que la de Truffaut es más tolerada y tolerable. La
encantadora, la tierna sumisión con la que los hombres de Truffaut se rinden al
amor, una especie de inmadurez adolescente,
expresa ante todo la subordinación a una idea del amor, es decir:
un trauma, y en el caso de Bertrand Morane, el personaje de esta película, ilustra
además un peculiar aunque nada original fetichismo centrado en las piernas de
las mujeres, esos compases que mueven el mundo. Hay una escena
reveladora, casi al final, en la que Morane se encuentra solo en el aeropuerto
de Orly, vuelve la vista hacia la sala de embarque y sólo ve hombres trajeados y
embigotados, con sus relucientes carteras de piel, una panorámica terriblemente
fea de un mundo en el que parece haber desaparecido todo rastro de sugerencia y
toda idea de belleza (que pertenece ya por entero a un solo sexo). Los libros
parecen la única forma de sublimar todo ese conglomerado de fascinación,
pesadumbre, aventura, melancolía y autocomplacencia que conforma a Morane y a
sus memorias galantes. A veces tiene uno la sensación de que, contra toda
evidencia, Truffaut pone una pasión y una atención más constante en los libros
que en las mujeres, tal vez por el consuelo que éstos nos procuran, porque más
allá de los libros, el amor no es más que la secuencia repetida de un gato
comiéndose los restos del desayuno...