Condiciones climatológicas

Henri Cartier-Bresson. París, Gare Saint Lazare 1932

Primera lluvia del otoño en la ciudad. La lluvia y el spleen. Siempre que llueve me acuerdo de Nabokov y de aquella dama rusa cuyo diario no era más que la sublimación del parte meteorológico. Los días son la lluvia y el sol, y lo que queda en medio: el niño de la memoria. Resulta irónico y a la vez entrañable que, al crecer, ese niño se convierta en un simple notario, o peor aún en el hombre del tiempo, aunque esa expresión, “hombre del tiempo”, deja un poso conceptual que va mucho más allá de lo meteorológico. Cuando pienso en el hombre del tiempo pienso en Marcel Proust y no en un higrómetro con forma de fraile capuchino sentado con un libro abierto y la bola del mundo a sus pies. Pienso también, como Nabokov, en un rey pasmado, quien, pese a tener al enemigo ad portas, se dedica a anotar cuidadosamente en su diario las finas gotas de lluvia que caen oblicuamente en los jardines palaciegos. En la puerta de casa, asomados a la ventana, todos somos reyes pasmados y proustianos, niños de nuestra memoria, que aprovecha los días de lluvia para florecer, justo cuando todo lo demás se cobija. A solas escribimos nuestros diarios meteorológicos sin importarnos nuestra vida, porque ya no somos hijos del capitalismo y la Reforma y nuestra soledad, a menudo, es un simple desarraigo y no una afirmación de nuestra conciencia. Escribimos con la esperanza o el deseo de que alguien, alguna vez, quiera saber qué cara tenía este día lluvioso. Tal vez sea importante; uno nunca sabe quién puede nacer en un día como hoy, y acaso nuestro apunte banal arroje su luz retrospectiva sobre una vida en ciernes. La lluvia cae para todos los niños de la memoria, incluso para aquellos que no han nacido aún y confían en que seamos su discreta dama rusa, siquiera para poder legar a su posteridad la climatología de nuestros días ocres…

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