Curiosidad hostil

J.D.Salinger (1919-2010)

Muere Salinger, un autor grande y para mí desconocido (así se protege uno del desengaño). Supongo que un día de estos leeré El guardián entre el centeno y me sentiré afín a esa Ilíada impúber, como despectivamente la llama Gándara. Ya sé que algunos libros son lugares de paso obligatorios, como el primer día de colegio o el primer amor (etc.), pero empiezo a pensar que, pasada su oportunidad, debería descartarse cualquier iniciación tardía, ya que su experiencia sólo sirve para manifestar la insuficiencia del autodidacta en un vano intento por transformar su vida en pasado.
Quiere el azar que la noticia de la muerte de Salinger llegue mientras empiezo la lectura de Experiencia, la autobiografía de Martin Amis. En el prólogo, Amis especula con los ambiguos efectos de la fama, sus retribuciones y sus penitencias. La fama -escribe- es una mercancía sin valor. A veces puede conseguirte un trato especial, si es eso lo que te interesa. Pero también te deparará una mucho mayor y más notoria curiosidad hostil. Esa “curiosidad hostil” de la que habla Amis es la que convierte en anomalía la soledad de personajes como Salinger o el propio Thomas Pynchon (por no remontarnos a Rimbaud, ese niño terrible). A los solitarios, cuando lo son por convicción y libre albedrío, hay que dejarlos solos, de lo contrario son como esos niños insociables que deambulan por el patio del colegio y que invariablemente se convierten en seres acosados. Las vidas marginales no guardan necesariamente ningún misterio, nada siniestro. Puede que tampoco proliferen (como así pretenden editores y deudos; ahí están los recientes casos de Bolaño o Nabokov), que se mantengan tan inexpresivas, vacías e idénticas a sí mismas como el imperturbable rostro de la Gioconda, por eso no se debería esperar tanto de su muerte. No es deseable que ésta, como tantas otras, tenga que retribuirnos hasta el empacho, que es lo que hace siempre la miseria cuando se empeña en satisfacer nuestra curiosidad hostil

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