Soliloquio

Acabo de releer “Amore”, de Giorgio Manganelli, un texto monumental y oscuro, de digestión lenta y difícil y de belleza abrasiva, de esa que no se puede (ni se debe) mirar directamente a los ojos, no por el espanto, sino por la contagiosa voluptuosidad de su prosa. Me atreveré a decir, sin embargo, que los caminos del amor eran inescrutables hasta que este olvidado milanés los ha desbrozado y convertido en elegía, en testamento escrito por quien ya ha librado todas sus batallas, por quien ha muerto ya todas las veces y de todas las muertes que el amor define, por quien vive ya en las postrimerías, en el poso, en el excremento, en la noche y la ciénaga definitivas del amante. Adentrarse en esa noche supone, además del esfuerzo lector, un doloroso ejercicio de memoria.
Eso me dicen la noche y la memoria como devota lectura: que el amor escribe en un pergamino viejo que no se llega a renovar como palimpsesto, y que, en realidad, cada escritura nueva es una ironía que nos otorga la derrota de saber lo viejo: que sólo una ausencia, querida e impronunciable, nos define. Si el amor no existe es porque su verdadero objetivo —la búsqueda de esa ausencia— es un juego desleal. Jugamos para perder, pero también para escribir, y esta escritura mía, imprudente glosa, no es más que el cínico despojo de esa abrasiva belleza que nombré al principio; la soledad que me convierte en incomprensible pergamino

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